A Cristo se le llama Dios en muchos lugares de la Biblia. Declara el Salmista: «El Dios de dioses, el Eterno Jehová, habla, y convoca la tierra desde el nacimiento del sol hasta donde se pone. Desde Sión, dechado de hermosura, resplandece Dios. Vendrá nuestro Dios, y no callará. Fuego consumirá delante de él, y una poderosa tempestad lo rodeará. Convocará a los altos cielos, y la tierra, para juzgar a su pueblo. Juntadme a mis fieles, los que hicieron conmigo pacto con sacrificio. Y los cielos anunciarán su justicia, porque Dios mismo es el juez» (Sal. 50:1-6).

Se puede constatar que este pasaje hace referencia a Cristo: (1) por el hecho ya considerado de que todo el juicio se le encomendó al Hijo; y (2) por el hecho de que es en la segunda venida de Cristo cuando manda a sus ángeles para que recojan a sus escogidos de los cuatro vientos (Mat. 24:31). «Vendrá nuestro Dios y no callará». No lo hará. Al contrario: cuando el Señor mismo descienda del cielo, será «con aclamación, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios» (1 Tes. 4:16). Esta aclamación será la voz del Hijo de Dios, que será oída por todos aquellos que están en el sepulcro, haciéndoles salir de él (Juan 5:28 y 29). Juntamente con los justos vivos, serán llevados a encontrar al Señor en el aire para estar siempre con él; y eso constituirá «nuestra reunión con él» (2 Tes. 2:1). Comparar con Sal. 50:5; Mat. 24:31 y 1 Tes. 4:16.

«Fuego consumirá delante de él, y una poderosa tempestad lo rodeará;» porque cuando el Señor Jesús se manifieste desde el cielo con sus ángeles poderosos, lo hará «en llama de fuego, para dar la retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 Tes. 1:8). Por eso sabemos que el Salmo 50:1-6 es una descripción vívida de la segunda venida de Cristo para la salvación de su pueblo. Cuando él venga, será como «Dios poderoso». Comparar con Habacuc 3.

Uno de los títulos legítimos de Cristo es «Dios poderoso». Mucho antes del primer advenimiento de Cristo, el profeta Isaías habló estas palabras para confortar a Israel: «Porque un Niño nos es nacido, Hijo nos es dado, y el gobierno estará sobre su hombro. Será llamado Maravilloso, Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de Paz» (Isa. 9:6).

Estas no son simplemente palabras de Isaías, sino del Espíritu de Dios. Dios, en alusión directa al Hijo, lo llama por el mismo título. En el Salmo 45:6 leemos estas palabras: «Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre. Cetro de justicia es el cetro de tu reino.» El lector casual pudiera tomar esto como la simple alabanza del Salmista; pero en el Nuevo Testamento encontramos que es mucho más que eso. Vemos que es Dios el Padre quien habla, y que se está refiriendo al Hijo. Y lo llama Dios (Heb. 1:1-8).

Ese nombre no le fue dado a Cristo como consecuencia de algún gran logro, sino que es suyo por derecho de herencia. Hablando del poder y la grandeza de Cristo, el escritor de Hebreos dice que es hecho tanto mejor que los ángeles, porque «el Nombre que heredó es más sublime que el de ellos» (Heb. 1:4). Un hijo toma legítimamente el nombre del padre; y Cristo, como «el unigénito Hijo de Dios», tiene legítimamente el mismo nombre. Un hijo también es en mayor o menor grado una reproducción del padre; hasta cierto punto tiene los rasgos y características personales de su padre; no perfectamente, porque no hay reproducción perfecta entre los humanos. Pero no hay imperfección en Dios, ni en ninguna de sus obras; de forma que Cristo es la «imagen expresa» de la persona del Padre (Heb. 1:3). Como Hijo del Dios que tiene existencia propia, tiene por naturaleza todos los atributos de la Deidad.

Es cierto que hay muchos hijos de Dios, pero Cristo es el «Unigénito Hijo de Dios» y por lo tanto, es el Hijo de Dios en un sentido en el que ningún otro lo ha sido, ni lo pudiera ser nunca. Los ángeles son hijos de Dios, como lo fue Adán por creación (Job 38:7; Lucas 3:38); los cristianos son hijos de Dios por adopción (Rom. 8:14 y 15); pero Cristo es el Hijo de Dios por nacimiento. El escritor de la epístola a los Hebreos muestra además que la posición del Hijo de Dios no es una a la que Cristo ha sido elevado, sino que la posee por derecho. Dice que Moisés fue fiel en toda la casa de Dios, como un siervo, «y Cristo, como hijo, es fiel sobre la casa de Dios» (Heb. 3:6). Y también afirma que Cristo es el Constructor de la casa (vers. 3). Es él quien construye el templo del Señor, y lleva la gloria (Zac. 6:12 y 13).

El propio Cristo enseñó de la forma más enfática que él es Dios. Cuando el joven rico le preguntó: «Maestro Bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» Jesús, antes de contestar a la pregunta, le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? No hay sino Uno solo bueno, esto es, Dios» (Mar. 10:17 y 18). ¿Qué quiso decir Jesús con estas palabras? ¿Quiso desmentir el epíteto que el joven rico le dedicó? ¿Pretendió insinuar que él no era realmente bueno? ¿Fue un mero despliegue de modestia? De ninguna manera, porque Cristo era absolutamente bueno. A los Judíos, quienes constantemente lo observaban para descubrir algún punto en donde poder acusarlo, les dijo audazmente: «¿Quién de vosotros me halla culpable de pecado?» (Juan 8:46). En toda la nación Judía no se encontraba un solo hombre que lo hubiera visto hacer algo o pronunciar una palabra que tuviera siquiera la apariencia de maldad; y aquellos que estaban determinados a condenarlo, solo pudieron hacerlo empleando testigos falsos contra él. Pedro afirma que «no cometió pecado, ni fue hallado engaño en su boca» (1 Ped. 2:22). Pablo declara que «no conoció pecado» (2 Cor. 5:21). El Salmista dice: «Él es mi roca, y en él no hay injusticia» (Sal. 92:15). Y Juan dice: «Vosotros sabéis que Cristo apareció para quitar nuestros pecados. Y en él no hay pecado» (1 Juan 3:5).

Cristo no puede negarse a sí mismo, por lo tanto, no pudo decir que no era bueno. Es y era absolutamente bueno: la perfección de la bondad. Y siendo que no hay ninguno bueno sino Dios, dado que Cristo es bueno, se deduce que Cristo es Dios, y eso es precisamente lo que se propuso mostrar al joven rico.

Eso fue también lo que enseñó a sus discípulos. Cuando Felipe le dijo a Jesús, «Muéstranos el Padre y nos basta», Jesús le dijo: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices muéstranos al Padre?» (Juan 14:8 y 9). Esto tiene la misma contundencia que la declaración: «Yo y el Padre somos uno» (Juan 10:30). Tan completamente era Cristo Dios, incluso estando todavía aquí entre los hombres, que cuando le pidieron que mostrara al Padre, le bastó con decir, ‘miradme a mí’. Y eso trae a la mente aquella frase con la que el Padre introduce al Unigénito: «Adórenle todos los ángeles de Dios» (Heb. 1:6). Cristo era digno de homenaje, no sólo cuando estaba compartiendo la gloria con el Padre antes que el mundo fuera; cuando se hizo un bebé en Belén, también entonces se ordenó a todos los ángeles de Dios que lo adoraran.

Los Judíos no malinterpretaron la enseñanza de Cristo acerca de sí mismo. Cuando afirmó que era uno con el Padre, los Judíos tomaron piedras par apedrearlo; y cuando les preguntó por cuál de sus buenas obras lo querían apedrear, contestaron: «No queremos apedrearte por buena obra, sino por la blasfemia; porque tú siendo hombre, te haces Dios» (Juan 10:33). Si él hubiera sido lo que ellos consideraban -un simple hombre-, sus palabras hubieran sido en verdad blasfemia. Pero era Dios.

El objetivo de Cristo al venir a la tierra fue el de revelar a Dios a los hombres para que pudiesen venir a él. Por eso dice el apóstol Pablo que «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo» (2 Cor. 5:19); y en Juan leemos que el Verbo, que era Dios, se «hizo carne» (Juan 1:1 y 14). En el mismo contexto, se especifica: «A Dios nadie lo vio jamás. El Hijo único, que es Dios, que está en el seno del Padre, él lo dio a conocer» (Juan 1:18).

Observemos la expresión: «El Hijo único, que está en el seno del Padre». Tiene allí su morada, y está allí como parte de la Divinidad, tan ciertamente cuando estaba en la tierra como estando en el cielo. El uso del tiempo presente implica existencia continua. Presenta la misma idea que encierra la declaración de Jesús a los Judíos (Juan 8:58): «Antes que Abraham existiera, yo soy». Y eso demuestra una vez más su identidad con Aquel que se le apareció a Moisés en la zarza ardiendo, quien declaró su nombre en los términos: «YO SOY EL QUE SOY».

Finalmente, tenemos las palabras inspiradas del apóstol Pablo concernientes a Jesucristo: «Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud» (Col. 1:19). En el siguiente capítulo se nos dice en qué consiste esa plenitud que habita en él: «En Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Col. 2:9). Ese es el testimonio más absoluto e inequívoco del hecho de que Cristo posee por naturaleza todos los atributos de la Divinidad. La divinidad de Cristo vendrá a ser un hecho prominente a medida que procedamos a considerar a Cristo como Creador.

 

Autor: E.J. Waggoner